miércoles, 28 de marzo de 2012

Sin calzoncito...

¡Hoy te voy a ver!, sin calzoncito…
Bailaremos al compás de tu cuerpito…

Las tres voces cantaban al unísono distorsionando la letra y el ritmo de la canción que habían puesto a todo volumen en la laptop. Detrás de ellos se encontraba Chano, sentado en el sillón que había dejado una marca sumamente notoria al arrastrarlo por todo el departamento para dejarlo en posición perfecta frente a una amplia y estratégica ventana que permitía ver la causa y razón de la euforia de sus amigos.

Un piso más arriba y frente a ellos la vecina más hermosa que le había tocado tener en su vida, cometía en esos instantes el terrible, pero a la vez placentero error de haber enviado a lavar aquellas cortinas fucsias que se alzaban como enemigos mortales de aquel grupo de impresentables que hoy celebraban su partida.

Chano le dio un sorbo lento y pausado a su cerveza, se puso de pie; y acercándose a la ventana, empujó a uno de los tres, que había empezado a frotar el trasero contra el vidrio; pareció no escuchar sus quejas, había puesto en pausa el resto de sus sentidos para agudizar la vista. Sus ojos verdes se clavaron en la figura perfecta que se hallaba desnuda frente a ellos, dejando como parte de su piel una sugestiva ropa interior.

Todo hacía indicar que bailaba una canción, ya que cada prenda caía marcada al ritmo de su cintura. Algo que acrecentaba la locura de aquel grupo de amigos.

Por raro que parezca, sus ojos se clavaron inicialmente en una hermosa y ensortijada cabellera de un castaño oscuro que parecía brillar bajo la tenue luz de su habitación. Uno de sus risos jugaba en su frente, como buscando esconderse en esos ojos redondos color negro acaramelado, que por momentos achinaba y luego abría como platos, dándole un aspecto dulce y coqueto a la vez.

Tenía la cara ligeramente alargada, había perdido peso desde la última vez que se cruzaron entre los fugaces reflejos de su ventana, pero aun así se mantenía tan bella como la primera vez que la vio.

Sus labios dibujaban casi siempre una sonrisa infinitamente contagiosa, tan rosados que contrastaban con aquella hermosa piel morena como tostada en las calurosas tardes de un febrero limeño.

Ni hablar de sus curvas, todas medidas con precisión y cada talla se había convertido en el debate actual de sus compañeros, que lo obligaron a volver nuevamente a la realidad, cuando el “gordo” Pablo, el más flaco y cercano de sus amigos decidió bajarse los pantalones y quedar en calzoncillo en una triste imitación de lo que veía.

- ¡Por favor! – gritó su anémico compañero mientras se mordía el labio inferior – hazme tuyo mi 60-90-60 – gritaba con desesperación, felizmente las gruesas ventanas y la distancia detenían el sonido antes de empezar su camino.

En su radio casetera de los noventa sonaba una canción acorde a esa época, detrás de ella y encima de la cama, una feliz portada de “los nosequien y los nosecuantos” parecía acurrucada entre su falda y su blusa.

(Intentaba) No bajar la mirada para observar a aquellos cuatro muchachos, que en los últimos 5 minutos habían dejado empañado y casi en cero visibilidad la ventana que apuntaba a su cuarto. No pudo evitar mirarlos cuando el más flaco y feo de todo el grupo empezó a desnudarse, dejando escapar una sonrisa que se convirtió en carcajada, ahogada gracias a la música.

Sus ojos se posaron en ellos un par de segundos, pero fue suficiente para volverse a reír, no pudo evitar miradas con su compañero más cercano, lo reconoció como el dueño del departamento por sus esporádicos encuentros. Los dos tenían la costumbre de acercase a la ventana en las madrugadas de poco sueño e intentar buscar una estrella en el nublado cielo limeño, ella muy pocas veces lo había logrado, pero tenía la sensación de que él la encontraba noche a noche.

Cuando cruzaban miradas fugaces podía jurar que sus ojos brillaban clavados en ella, sin negar que habían noches en las que prefería buscar ese brillo al de cualquier otra estrella, pero cuando hacían contacto retrocedía tímido ante la oportunidad.

Esa noche sucedió lo mismo, sus miradas se cruzaron por un segundo, pero fue suficiente para sonrojarlo y obligarlo a clavar la vista en el pico de su botella, llevándose un largo trago a la boca.

- ¡Gordo! – le gritó otro de sus amigos al esquelético Pablo - ¡No pues!, ya te vio calato y la asustaste, ponte el pantalón antes de que nos apague la luz.

La chica se dio media vuelta, siguiendo el ritmo de su canción y cuando parecía marcharse, pegó el trasero contra el vidrio, y lo sacudió de despedida. Fueron cuatro corazones que dejaron de latir por un segundo, paro cardiaco seguido de taquicardia histérica, cada latido era un intentó de escape del corazón para llegar a ella.

- Eso es maldad pura – dijo uno de ellos, mientras la veía perfilarse, dándoles un guiño mientras sacaba ligeramente su lengua y mordía la punta con delicadeza para finalizar el acto con un beso volado que se estrellaba en el vidrio mientras ella apagaba la luz y la oscuridad se llevaba su figura.
- ¡NOOOO! – se lamentaron todos en coro.

Uno a uno se fueron marchando de aquel lugar, con una mezcla de alegría y tristeza en el corazón, o como diría el “gordo” Pablo… “en los pantalones”.

Chano se quedó unos minutos más observando el espacio vacío que se llenaba de oscuridad, decidió robar el último sorbo de cerveza de aquella botella, y cuando parecía rendirse; la luz volvió milagrosa, por un segundo eterno en la que pudo verla completamente desnuda frente a sus ojos.

La botella se le resbaló de las manos, un hilo de voz quedó atrapado en su garganta y su pulso se disparó a mil, mientras distinguía en el silencio del momento una risita cómplice, picara y atrevida que llevando el dedo índice a los labios le pidió guardar el secreto sólo para los dos mientras todo regresaba una vez más a ser oscuridad.

Se quedó atónito, tieso, perdido en el inútil intento de retener el segundo para siempre mientras su alma terminaba de bailar esa canción noventera a ritmo de sus latidos…

“… ¡Esta noche tu vendrás, sin calzoncito!, bailaremos al compas, de tu cuerpito!...”

viernes, 9 de marzo de 2012

El noveno pecado


El hombre gris golpeaba sus botas negras contra el pasto, con la mirada perdida en una estrella que parecía desaparecer en ese vasto horizonte, una extraña mancha roja cubría una parte importante de su cuello extendiéndose hasta su mejilla izquierda y sus ojos brillaban con una intensidad tan vivaz que contrastaba con el triste andar de sus pasos sobre la hierba mojada.

Una silueta encapuchada se acercó sigilosa, lo había seguido en esa noche clara y atenta, sólo para observarlo a una distancia prudente.
El hombre se arrodilló sobre su propia sombra y abrió los ojos como platos hacia la inmensa oscuridad que los cubría, tenia ojos azules penetrantes, parecían brillar más fuerte que cualquier estrella en
aquel firmamento.

La silueta intentó flotar sobre el pasto, imitando al rocío que cubría la pradera, pero un segundo de torpeza la delataron y su silencio se convirtió en un grito comprometedor, como si dos piedras chocaran arrastradas en una marea invisible pero traicionera.

El hombre se puso de pie en un salto, sus brazos agiles desenfundaron de la cintura una espada maciza, la noche iluminada hizo brillar el filo puntiagudo sobre la garganta cercana. Por un segundo todo fue
silencio, la noche se volvió cómplice de las sombras y detuvo el viento bajo sus pies.
La silueta dejó escapar un chillido ahogado, aguantado por el miedo a la muerte, o simplemente por esa mirada dura, sin el mínimo atisbo de amor hacia la que alguna vez fue. Dejó caer la capucha sobre sus hombros y unos largos mechones castaños se deslizaron hasta su cintura.

Tenía pómulos delgados y labios rosas que parecían temblar ante su presencia, sus ojos tristes eran de una belleza indescriptible y su larga cabellera parecía bailar con cada brisa traicionera que traía la noche, aquella noche que se había paralizado por ellos un segundo antes.

- ¿Quéhaces aquí?, te dije que te fueras – le espetó en tono tan frio y seco como pudo – ya no hay nada en este lugar para ti – terminó esa frase adolorido, como si la punta de aquella espada hubiese traspasado su corazón.

- Quería despedirme antes de marcharme – le dijo en tono sumiso, casi tan triste como su mirada.

El hombre bajó el arma y la llevó de regreso a su cintura, dándole la espalda y cerrando los ojos con tanta fuerza como pudo. Cuando niño, su madre le había enseñado a hacerlo para meditar y poder ver la verdad en su propia oscuridad.

- Quería agradecerle también – la mujer se armó de valor para decir aquello último – porque fuiste el único que creyó en mi inocencia y…

- Era mi hermano – la detuvo tan rápido como pudo – ya no quiero escuchar más tu voz, ni tus verdades envueltas en mentiras ni tus mentiras que han jurado ser verdad – acercó su mano nuevamente a la empuñadura y la miró con una mezcla de amor y odio – Debería matarte aquí mismo.

La mujer se acercó sin medir consecuencias, posó una mano sobre su la empuñadura y el contacto de piel contra piel la hizo sentir tan viva a ella como culpable a él, acercó sus labios hacia los suyos y pareció susurrarle perdón antes de besarlo.
- Basta – dio un paso atrás, mientras sentía que aquella barba semi-crecida pedía a gritos volver a rozarla.
- Máteme señor – le dijo con un nuevo brillo en sus ojos – pero sepa que su empuñadura esta tan dura como su ser – y tu y yo sabemos que es lo que quieres hacer.

Dio dos zancadas hacia atrás, como buscando protegerse de un arma tan poderosa como sólo ella podía ser.
- Lo que quiero hacer y lo que debo hacer son dos cosas muy diferentes – meditó en voz alta para creer en sus palabras.
Sus ojos azules estaban clavados en ella, habían perdido confianza y ganado deseo, intentó esquivar sus ojos negros pero no pudo, ella lo buscaba incesante y por cada paso que ella daba, el retrocedía dos. Eran esos mismos ojos los que la habían hecho enamorarse de él, poco a poco y durante el año que su hermano había esta postrado en cama por aquella terrible y misteriosa enfermedad.
- ¿Le rezas a tu hermano o a tu dios? – preguntó insolente, como si su miedo hubiese desaparecido, invirtiendo papeles, ella la de la hoja asesina y él, un hombre rendido.

- Le pedía disculpas a mi hermano y ayuda a mi dios.
Agachó la mirada confusa, como si se diera cuenta de su error, no había sido culpa de ella enamorarse, él había sido un caballero, el caballero solitario que había perdido a su mujer y aún vestía su luto luego de cuatro años, aquel que se había refugiado en palabras para olvidarla y había disfrutado su compañía inocente durante años.

Pero la inocencia dura tan poco cuando existe la soledad, y desde hace un año, a ella también le hacía compañía. Dos hombres se hicieron visibles a la distancia, los minutos se hacían segundos con cada paso y sabían que esta historia llegaba a su fin.
- Viene mi perro y mi carcelero – le dijo volviendo la mirada hacia aquellos dos hombres
- Vienen – se quedó mudo por un segundo, como buscando las palabras correctas – vienen a llevarse mis pecados – Le dio la espalda una vez más y se comenzó a alejar
- ¿Dónde vas? – le gritó temerosa mientras se alejaba
- A buscar mi perdón – le dijo él con el último atisbo de voz que le quedaba.

Lo vio alejarse en la oscura noche, mientras
sus pasos los ocultaba el silencio, a su espalda se hacía visible su final
- [Nunca me hubiese escogido­ – pensó melancólica – tiene el corazón tan grande como sus penas – cerró los ojos para no verlo desaparecer dentro de la noche mientras una lágrima recorrió su mejilla sin saber que una lágrima suya la acompañaba.