viernes, 9 de marzo de 2012

El noveno pecado


El hombre gris golpeaba sus botas negras contra el pasto, con la mirada perdida en una estrella que parecía desaparecer en ese vasto horizonte, una extraña mancha roja cubría una parte importante de su cuello extendiéndose hasta su mejilla izquierda y sus ojos brillaban con una intensidad tan vivaz que contrastaba con el triste andar de sus pasos sobre la hierba mojada.

Una silueta encapuchada se acercó sigilosa, lo había seguido en esa noche clara y atenta, sólo para observarlo a una distancia prudente.
El hombre se arrodilló sobre su propia sombra y abrió los ojos como platos hacia la inmensa oscuridad que los cubría, tenia ojos azules penetrantes, parecían brillar más fuerte que cualquier estrella en
aquel firmamento.

La silueta intentó flotar sobre el pasto, imitando al rocío que cubría la pradera, pero un segundo de torpeza la delataron y su silencio se convirtió en un grito comprometedor, como si dos piedras chocaran arrastradas en una marea invisible pero traicionera.

El hombre se puso de pie en un salto, sus brazos agiles desenfundaron de la cintura una espada maciza, la noche iluminada hizo brillar el filo puntiagudo sobre la garganta cercana. Por un segundo todo fue
silencio, la noche se volvió cómplice de las sombras y detuvo el viento bajo sus pies.
La silueta dejó escapar un chillido ahogado, aguantado por el miedo a la muerte, o simplemente por esa mirada dura, sin el mínimo atisbo de amor hacia la que alguna vez fue. Dejó caer la capucha sobre sus hombros y unos largos mechones castaños se deslizaron hasta su cintura.

Tenía pómulos delgados y labios rosas que parecían temblar ante su presencia, sus ojos tristes eran de una belleza indescriptible y su larga cabellera parecía bailar con cada brisa traicionera que traía la noche, aquella noche que se había paralizado por ellos un segundo antes.

- ¿Quéhaces aquí?, te dije que te fueras – le espetó en tono tan frio y seco como pudo – ya no hay nada en este lugar para ti – terminó esa frase adolorido, como si la punta de aquella espada hubiese traspasado su corazón.

- Quería despedirme antes de marcharme – le dijo en tono sumiso, casi tan triste como su mirada.

El hombre bajó el arma y la llevó de regreso a su cintura, dándole la espalda y cerrando los ojos con tanta fuerza como pudo. Cuando niño, su madre le había enseñado a hacerlo para meditar y poder ver la verdad en su propia oscuridad.

- Quería agradecerle también – la mujer se armó de valor para decir aquello último – porque fuiste el único que creyó en mi inocencia y…

- Era mi hermano – la detuvo tan rápido como pudo – ya no quiero escuchar más tu voz, ni tus verdades envueltas en mentiras ni tus mentiras que han jurado ser verdad – acercó su mano nuevamente a la empuñadura y la miró con una mezcla de amor y odio – Debería matarte aquí mismo.

La mujer se acercó sin medir consecuencias, posó una mano sobre su la empuñadura y el contacto de piel contra piel la hizo sentir tan viva a ella como culpable a él, acercó sus labios hacia los suyos y pareció susurrarle perdón antes de besarlo.
- Basta – dio un paso atrás, mientras sentía que aquella barba semi-crecida pedía a gritos volver a rozarla.
- Máteme señor – le dijo con un nuevo brillo en sus ojos – pero sepa que su empuñadura esta tan dura como su ser – y tu y yo sabemos que es lo que quieres hacer.

Dio dos zancadas hacia atrás, como buscando protegerse de un arma tan poderosa como sólo ella podía ser.
- Lo que quiero hacer y lo que debo hacer son dos cosas muy diferentes – meditó en voz alta para creer en sus palabras.
Sus ojos azules estaban clavados en ella, habían perdido confianza y ganado deseo, intentó esquivar sus ojos negros pero no pudo, ella lo buscaba incesante y por cada paso que ella daba, el retrocedía dos. Eran esos mismos ojos los que la habían hecho enamorarse de él, poco a poco y durante el año que su hermano había esta postrado en cama por aquella terrible y misteriosa enfermedad.
- ¿Le rezas a tu hermano o a tu dios? – preguntó insolente, como si su miedo hubiese desaparecido, invirtiendo papeles, ella la de la hoja asesina y él, un hombre rendido.

- Le pedía disculpas a mi hermano y ayuda a mi dios.
Agachó la mirada confusa, como si se diera cuenta de su error, no había sido culpa de ella enamorarse, él había sido un caballero, el caballero solitario que había perdido a su mujer y aún vestía su luto luego de cuatro años, aquel que se había refugiado en palabras para olvidarla y había disfrutado su compañía inocente durante años.

Pero la inocencia dura tan poco cuando existe la soledad, y desde hace un año, a ella también le hacía compañía. Dos hombres se hicieron visibles a la distancia, los minutos se hacían segundos con cada paso y sabían que esta historia llegaba a su fin.
- Viene mi perro y mi carcelero – le dijo volviendo la mirada hacia aquellos dos hombres
- Vienen – se quedó mudo por un segundo, como buscando las palabras correctas – vienen a llevarse mis pecados – Le dio la espalda una vez más y se comenzó a alejar
- ¿Dónde vas? – le gritó temerosa mientras se alejaba
- A buscar mi perdón – le dijo él con el último atisbo de voz que le quedaba.

Lo vio alejarse en la oscura noche, mientras
sus pasos los ocultaba el silencio, a su espalda se hacía visible su final
- [Nunca me hubiese escogido­ – pensó melancólica – tiene el corazón tan grande como sus penas – cerró los ojos para no verlo desaparecer dentro de la noche mientras una lágrima recorrió su mejilla sin saber que una lágrima suya la acompañaba.

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